Símbolo del cáncer de mama.
La semana pasada se celebró el día del Cáncer de mama y el domingo fue el día del Domund. Las dos nos sensibilizan el alma.
Todos nos sumamos para hacer más llevadero esa maldita enfermedad que ataca a tantas y tantas mujeres. Tambien todos conocemos casos cercanos y si no es así, siempre hay alguna famosa que lo airea, bien por dolor o por dinero.
Quiero homenajear a una mujer muy cercana...mi peluquera.
Es una joven que ya ha cumplido los 40, esta divorciada y tiene dos hijos. Una joven de 13 y un niño de 6. Hasta aquí todo normal, lo mismo habrá varios casos, lo que no habrá serán muchos casos de superación y trabajo como el de esta mujer.
Cuando se lo detectaron le hicieron la primera operación...sin éxito. Tenían que quitarle una mama.
Los médicos le dijeron que quizá al año siguiente le tendrían que quitar la otra, pero no era seguro. Entonces ella, con toda la valentía del mundo les dijo:
-No voy estar un año sufriendo y luego pasar por lo mismo...quítenme las dos.
Según me han contado esta operación lleva consigo un año de tratamiento. Por supuesto las que trabajan se dan de baja y Santas Pascuas. Mi peluquera solo cerró la peluquería 3 semanas, a la cuarta ya estaba trabajando, pues pidió el alta voluntaria.
¡No tenía más remedio que trabajar! Y no valía para estar en casa de brazos cruzados.
Las facturas no se pagan solas y ella estaba sola para pagarlas.
Es trabajadora, responsable, lista, guapa y, aunque a solas llore, los que estamos a su alrededor no lo notamos.
Luego estan las celebritas, esas que lo airean en una revista y les pagan buenos euros y solo saben dar pena.
Ruego a Dios por todas las mujeres que estén enfermas de cáncer y muy especialmente por mi peluquera...no digo su nombre por si no le gusta, pero dentro de unos meses que le pondrán las prótesis definitivas, quizá lo diga. A pesar de que ahora esta todo provisional, tengo que decir que está más guapa que antes y nadie diría que ha estado en un quirófano.
Huchas del Domund.
No hace falta que explique que es el Domund.
Mi recuerdo se remonta a cuando yo era muy jovencita, tenía 18 años, daba clase en un colegio a niños y niñas que entonces se les decía párvulos, tuve la satisfacción de enseñar a leer y escribir a más de 100 chavales.
No es que yo fuese, ni muy trabajadora ni muy lista, lo que ocurría era que entonces, allá por los años 50, había trabajo para todos...y mucho. Trabajaba en el colegio y seguía estudiando, además, era un trabajo muy bonito. ¡No hay mejor profesión que la de maestro!
Estuve varios cursos, tal es así, que habiendo terminado mis estudios seguía trabajando en el colegio. Hasta que me ofrecieron un puesto de secretaria en una Gestoría (con más sueldo por supuesto), y mi madre veía el monedero lleno de pesetas...entonces los hijos hacíamos lo que nos mandaban los padres, en este caso mi madre, pues era quien llevaba los pantalones en casa. Y eso que había 6 hermanos varones y mi padre, pero los pantalones, siempre los llevó ella, mi mami.
Me desvío, pero lo que yo quería contar fue lo que ocurrió aquel año 54 en la fiesta del día del Domund.
Teníamos en el colegio todos los profesores una hucha que figuraba la cabeza de un negrito, un indio o un chino, o sea, las 5 razas. Los niños echaban monedas de vez en cuando y yo, cuando alguno se portaba mal le decía:
-Tienes que echar diez céntimos para las Misiones. Y lo echaban.
Aquel día repartimos las huchas a varios niños pues iban pidiendo por la calle...
Al día siguiente cuando llegué a clase vi mucho revuelo en todas las clases, se me acercó uno de los niños y me dijo:
-Señorita Angelines a José Ignacio le ha atropellado un camión...ha muerto.
De momento no supe que decir.
Luego, el director me dijo que como era un alumno mío tenía que ir yo en representación del colegio a la casa del niño. (Creo que el se quiso escaquear, como se dice ahora)
Yo solo tenía 18 años, no sabía lo que tenía que hacer, me entró pánico y dolor, mucho dolor. Más cuando me dijeron que, a José Ignacio le habían sacado de debajo del camión apretando la hucha, que era la cabeza de un indio, contra su pecho...
No es que me infundiera el valor, fueron los jóvenes de la academia nocturna los que me acompañaron en tan doloroso trance.
Cuando llegué a la casa y la madre del niño me vio, se abrazó a mi llorando como jamás vi llorar a nadie y decía:
- Nunca ha ido mi niño tan contento al colegio como desde que está usted dando clase.
Aquello me supero, aún hoy, acordándome lloro y rezo por ellos.